viernes, 6 de enero de 2017

Pedro Pan y los Reyes Magos.


“Un fanático es un individuo que tiene razón, aunque no tenga razón.” 



Pedro Pan era un niño feliz que amaba la Navidad. 




Conforme avanzaba el otoño crecía su emoción y entusiasmo. No podía esperar el día de recibir esos regalos que tanto anhelaba. Le encantaba la decoración, los adornos y motivos que anticipaban las fiestas decembrinas; los villancicos, cánticos y melodías que evocaban la celebración. El 25 de diciembre se levantaba en cuanto el sol iluminaba su ventana y corría en su pijamita hacia el árbol navideño, perfectamente decorado, a abrir los regalos con los que Santa Claus lo había premiado por ser tan buen niño todo el año. Los papás no tardarían en acompañarlo y jugar con él por el resto del día, pues entre otras cosas ese era el propósito de la celebración. Y así transcurrieron un año tras otro…

…hasta el día que descubrió que Santa Claus no existía.

A todos nos ha llegado ese día en el que descubrimos que todos aquellos mitos inventados por los adultos eran eso: mentiras piadosas y bien intencionadas. La mayoría lo suele tomar con calma, pues normalmente llega en una etapa en la que ya queremos jugar a ser adultos y seguir siendo niños nos es hasta penoso. Otros pocos lo toman con algo de amargura y resentimiento como ese personaje verde de los cuentos del Dr. Seuss y terminan encontrando cierto placer culpable en compartir ese sentimiento con los que lo rodean, solo por el delicioso gusto de molestar al prójimo. Incluso tenemos contados casos que evocan a ese personaje victoriano llamado Sr. Scrooge.

Pero él era Pedro Pan. 

El descubrimiento fue devastador para él. No podía creerlo. No quería creerlo. Los días siguientes fueron oscuros: no salía a jugar, apenas comía. Solo se sentaba junto al árbol navideño como buscando algún calor que lo reconfortara. No podía ver a sus papas a los ojos pues sabía que ellos eran parte del engaño, algo que nunca les perdonaría en su vida. Así pasaron 3 días… 7 días… 10 días… y las dos semanas tuvo una revelación que lo marcaría para siempre:

Los Reyes Magos le habían dejado unos regalos bajo el árbol. 

Ingenuamente, los papás pensaron que no había recibido los regalos que él deseaba en Navidad. Es por eso que se esforzaron en grande para compensarlo. Pero más que los regalos, era un rayo de esperanza: todavía tenía algo en que creer; algo en que aferrarse.

Así que para Pedro la Navidad se convirtió en algo despreciable:

Un invento del despiadado capitalismo inhumano y la mercadotecnia masiva para convertir una bella celebración milenaria en un negocio multibillonario. Una estrategia que pasaba por encima de creencias, usos y costumbres tan bellas como las mexicanas y explotaba a sus compatriotas con engordantes refrescos azucarados importados del vecino país del norte.




En cambio los Reyes Magos eran una tradición más pura. Más nuestra.

El champurro, la rosca de reyes, el muñeco oculto, los regalos (y el carbón para los niños malos), los mexicanísimos tamales  y hasta ese traguito chiquito de rompope de las monjas clarisas que le daba su mamá…



Ellos si existían. Ellos si eran lo máximo. 

Los siguientes años fueron difíciles para todos los que lo rodeaban. Pedro Pan aprovechaba cuanta oportunidad tenían para lanzar su doble discurso: el engaño capitalista de la Navidad por un lado y la esperanza y bondad que con fe y ansia depositaba en los Reyes Magos. Irónicamente, odiaba todo lo referente a la Navidad con excepción del Árbol,  pues es ahí donde los Reyes Magos depositarían sus regalos por haber sido tan buen niño. “¡No seas ridículo! ¡Ninguno de los dos existe! ¡Es un mito, es hasta más chafa que el de Santa! ¡Ya estás grande! ¡Madura!”… 

Madura.  

Si, claro… madura. 

¿Cómo diablos podemos pedirle a Pedro Pan que madure?

Debatía con energía. Aprendía todo lo que podía sobre la tradición. Y no había argumento o razón que lo convenciera de lo contrario. Cuando por fin estaba acorralado, entonces insultaba y vociferaba a quienes lo rodeaban, salía corriendo con lágrimas en el rostro y se escondía debajo de la cama:

“los reyes existen…los reyes son buenos… los reyes premian a los niños buenos… ya verán cuando todos esos niños burgueses tengan solo carbón bajo su árbol… entonces se arrepentirán…los reyes existen…los reyes son buenos…los reyes existen…” 

Sus amigos eventualmente dejaron de hablarle. Así que tuvo que buscar nuevos amigos que compartieran su pasión, su entusiasmo por los Reyes Magos. Al tiempo descubrió el club “Amigos de Melchor, Gaspar y Baltazar”. Nunca se sintió más feliz, más vivo. Su vida había encontrado un propósito. Juntos aprendieron a cantar consignas, a formular argumentos y a defenderse de esos tontos niños incautos que el gobierno vendepatrias les había vendido con engaños una tradición imperialista.

Incluso cuando dejó de recibir regalos volvía debajo de la cama y tras llorar toda la noche, se explicaba a si mismo que el malvado Santa Claus “le había quitado toda la chamba a los Reyes y por eso ya no pasaban por su colonia”. 

Si. Eso explicaba todo.

Al día siguiente descargaba su amargura contra los niños vecinos cuyos papás no dejaban de quejarse con el Sr. Pan sobre el comportamiento de Pedrito. Y así fue… año tras año.

Han pasado ya tres sexenios. 

Pedro Pan sigue esperando a los Reyes Magos. 

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